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martes, 11 de marzo de 2008

CHESIL BEAH DE IAN MCEWAN

CHESIL BEACH
de MCEWAN, IAN
EDITORIAL ANAGRAMA, S.A.
Lengua: CASTELLANO
Encuadernación: Tapa blanda
ISBN: 9788433974709
Colección: PANORAMA DE NARRATIVAS
Nº Edición:1ª
Año de edición:2008
Plaza edición: BARCELONA
La envergadura de su novela Expiación permite apreciar la justa dimensión de su nuevo libro. El autor británico ha actuado con gran libertad al construir una historia que bordea lo nimio y crea un drama verídico, abierto al análisis y la reflexión. Es una obra espléndida, absorbente y equilibrada, en la que no sobra una palabra.
Tienen poco más de veinte años y se conocieron en una manifestación en contra de las armas nucleares. Florence es una chica de clase media alta. Edward, en cambio, pertenece a una familia que vive en la zona baja de la clase media. Ambos son inocentes, y vírgenes, y tras un largo cortejo se han casado. Es un día de julio de 1962, y el tsunami de la revolución sexual no ha llegado a Inglaterra. Edward y Florence van a pasar su noche de bodas en un hotel junto a Chesil Beach. Y lo que sucede esa noche es la materia con que McEwan construye su chejoviano, terrible mapa de una relación, del amor, del sexo, y también de una época, y de sus discursos y sus silencios.
La aparición de Chesil Beach, la última, breve y excelente novela de Ian McEwan, coincide con la exhibición de la película Expiación, traslación fiel y algo afectada de la gran novela épica del mismo autor. Empiezo mencionando esta circunstancia, porque no es casual que coincidan dos obras de calibre tan distinto. A la sinfonía heroica le acompaña una pieza de cámara -un símil derivado de la profesión de la protagonista de Chesil Beach- escrita con el convencimiento de que la envergadura de Expiación permitirá apreciar la justa dimensión de Chesil Beach. Lo que no significa que sin conocer la obra de Ian McEwan no se pueda leer Chesil Beach con gusto y provecho, sino que Ian McEwan no habría podido escribir Chesil Beach sin la existencia de la obra anterior, sin la certeza de haber demostrado la capacidad de afrontar con éxito empresas colosales, de que ningún matiz será pasado por alto y ninguna renuncia atribuida a desidia o insolvencia. De lo que se sigue que Ian McEwan ha actuado con gran libertad a la hora de construir una historia que bordea lo nimio.
Sería bueno leer Chesil Beach sin conocer la anécdota argumental, pero esto es casi imposible; es el reverso de la libertad a la que me acabo de referir. Digamos, pues, que narra paso a paso la noche de bodas de Edward y Florence y su desenlace en 1962, en una Inglaterra culta, timorata y provinciana, cohibida por la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas, y previa a la transformación sobrevenida a finales de los sesenta. El término "noche de bodas" es un anacronismo apropiado, porque hablar de "primer encuentro sexual" sería impreciso. El rotundo fracaso de los protagonistas se debe, entre otras causas, a un contexto institucional y ceremonial que no coincide con la predisposición de los actores ni constituye el marco propicio para un acto que, con temores y torpezas, tal vez no habría resultado tan forzado y desastroso si se hubiera realizado de una manera espontánea, en un momento de arrebato no planificado. ¿La novela es, pues, un alegato contra la opresión de una sociedad que todo lo quiere controlar y donde los factores morales, económicos y de clase invaden el territorio de la intimidad? Algo hay de eso, aunque, de ser así, el suceso resultaría un tanto excesivo. Es cierto que la sumisión ancestral de la mujer la conducía al lecho conyugal como víctima al matadero, pero por lo general esta anomalía se solventaba con facilidad, o hace tiempo que se habría extinguido la raza humana. En Chesil Beach la insuperable aversión de Florence al sexo roza la psicopatía. Y tanto si el diagnóstico es exacto como si no, cuando un personaje se comporta de un modo tan insólito, pueden exigirse a su creador más explicaciones que las que da McEwan. Nada indica que nos encontremos ante un caso clínico en los capítulos intercalados a modo de contrapunto de la noche fatídica y en los que la trayectoria vital de los dos protagonistas nos es relatada de un modo sucinto pero completo. Si bien algunos elementos, apenas esbozados, podrían esclarecer la peculiaridad de los personajes. ¿Hasta qué punto la adaptación de Edward al mundo irreal de una madre perturbada ha condicionado su capacidad de relacionarse con las mujeres? ¿Oculta algo, real o imaginario, el recuerdo fugaz de las excursiones en barco de Florence y su padre? Ian McEwan prefiere dejar sin respuesta preguntas que él mismo ha suscitado.
Examinemos el arranque de la novela en la traducción más precisa que fluida de Jaime Zulaika: "Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible. Pero nunca es fácil". En la segunda frase cambia el tiempo verbal y con él la perspectiva del lector. No estamos presenciando unos hechos que transcurren ante nuestros ojos, aunque se remonten a otra época, sino que es la voz del autor la que nos los relata desde el presente, los comenta y los interpreta. La segunda frase introduce un elemento de distanciamiento que relativiza la historia que le sigue y, en la misma medida, introduce la duda. ¿Qué nos está contando Ian McEwan? ¿Un episodio trivial con tintes tragicómicos? ¿Uno de tantos dramas de la vida cotidiana? ¿Una reflexión sobre la incomunicación, en la cual el conflicto sexual tendría un carácter más emblemático que real? ¿Una alegoría sobre la resistencia de la burguesía a admitir a alguien proveniente de un estrato inferior, como es el caso de Edward con respecto a Florence? Probablemente todo y nada. No es preciso que un escritor atribuya carácter simbólico a los detalles, ni siquiera que repare en su posible interpretación. En una obra coherente los detalles adquieren valor simbólico en la conciencia del lector, tanto si lo busca como si no, y este simbolismo de los detalles, sobre todo si no es explícito, es lo que da grosor al relato y lo diferencia del mero atestado.
Al final de Expiación, el propio Ian McEwan, a través de su personaje principal, se hace presente e introduce un elemento perturbador, que la película recoge: el autor es el dueño del relato y es él quien determina su rumbo. A mi modo de ver, esto no es del todo cierto. Un relato tiene una vida propia; una vida convencional, pactada entre el autor y el receptor, pero vida. Lo que entendemos por ficción no es otra cosa. Un desenlace alternativo trunca la vida del relato, porque implica que todo lo que se nos ha contado con anterioridad no era ficción, sino artificio y mentira. Y esta declaración invalida la ficción, no porque nos revele algo que ya sabíamos, sino porque rompe el pacto de credulidad en que se basa.
En Chesil Beach Ian McEwan procede del modo contrario. Sin ocultar su presencia, deja que la historia fluya por sí sola, y al hacerlo crea un drama verídico, abierto al análisis y la reflexión, al que el misterio y la contradicción, como ocurre en la realidad, le dan verosimilitud.
En las últimas páginas de la novela, la narración avanza a grandes zancadas y el tiempo se comprime. La aceleración es una técnica eficaz, pero una técnica al fin y al cabo, y el efecto suele ser reduccionista. En el caso presente, corre el riesgo de convertir un drama humano en la alegoría de una época o en una admonición. En definitiva, replantea el desconcierto al que ya me he referido: Edward y Florence son demasiado inteligentes y demasiado sinceros en sus sentimientos para que su relación se arruine sin remedio al primer tropiezo. La desinformación y el nerviosismo, por más que se den de un modo exacerbado, deberían compensarse por la confianza, la curiosidad, la sensualidad y la capacidad de recuperación inherente a la juventud.
Pero todo esto es secundario. Chesil Beach es una novela espléndida, emotiva, inteligente, absorbente y equilibrada. La narración de la peripecia vital de los protagonistas es minuciosa pero no prolija. Lo cotidiano y lo prosaico son descritos de un modo ameno y vivaz, sin parsimonia. Ningún elemento es superfluo; no sobra una palabra. -

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